Recuerdo la
primera vez que estuve en un verdadero avivamiento. Me invitaron a una pequeña
ciudad en el estado de Michigan. Un pastor me recibió en la estación y me llevó
a su casa para cenar. Después de cenar fuimos a la reunión. Mientras entraba en
la casa, vi unas veinticinco mujeres de rodillas, esposas y madres, llorando y
clamando a Dios por sus hijos y maridos inconversos. Me pareció estar a la
misma puerta del cielo.
Luego, el
pastor me llevó a otra parte de la ciudad y me presentó a un anciano pastor que
estaba muriéndose de tuberculosis. Cuando los médicos declararon que ya nada
podían hacer, y él ya no pudo salir de su casa, comenzó a darse cuenta de que
no había sido un buen mayordomo, y que pronto tendría que rendir cuenta de su
mayordomía. Aquella iglesia no tenía ningún joven. Ni siquiera los hijos e
hijas de los obreros, ancianos, y miembros de esa congregación pertenecían a
ella. Por muchos años no habían tenido un avivamiento.
El anciano
comprendió que pronto tendría que estar frente al tribunal de Dios para rendir
cuenta de su mayordomía, y empezó a orar. El avivamiento comenzó en él. Así
debe ser, debemos comenzar con nosotros mismos. Luego, llamó a los demás
ancianos y les dijo cómo se sentía y quiso que ellos oraran, pero estaban tan
desanimados y desalentados que le dijeron que sería inútil hacerlo. Entonces,
llamó a los líderes de la iglesia y les habló. Ellos también estaban tan
desalentados que dijeron lo mismo.
Luego, mandó
llamar a las madres y a otras mujeres de la iglesia, y este anciano moribundo
les suplicó que se reunieran para orar a Dios pidiéndole que avivara su obra.
Esto sucedió
dos semanas antes de mi llegada. Esa noche prediqué, y me parecía estar
predicando al aire. No había señal de poder ni vida espiritual. Pero, a
medianoche, un niño fue a ver a su padre, quien era miembro de la iglesia y
profesaba ser creyente, y le dijo: “Papá, quiero que ores por mí”
El padre le
dijo que no podía hacerlo, y aquella noche no durmió. Pero a la mañana siguiente,
en la reunión de oración nos contó todo esto, y dijo que quería que oráramos
por él, un padre que profesaba ser creyente, que no podía orar por su propio
hijo, quien estaba llorando por sus pecados.
Y bien,
oramos por él y dentro de las siguientes veinticuatro horas no hubo ni un solo
joven de doce años para arriba, cuyo padre o madre fuera miembro de aquella
iglesia, que no diera una buena evidencia de haber sido convertido.
Dios vino
súbitamente a su templo, y hubo una obra de poder, creo que una de las mayores
y mejores que jamás haya visto. La iglesia tuvo su avivamiento cuando comenzó a
orar a Dios para que éste se produjera (Malaquías 3.1-5; 2Crónicas 7.14;
Habacuc 3.2)
Por D. L. Moody Tomado de “el mensaje de la cruz” de Editorial
Betania.
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